martes, 20 de noviembre de 2012

Un mundo fantástico (Autobiografía)



“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” -¿Cien años de soledad?-. Sí, como a muchos Cien años de soledad ha sido el libro que mayor impacto ha creado en mi gusto por la lectura, una historia real que te permite fantasear con el ir y venir del tiempo y donde sus enredos, como muchas veces lo pensé, la hacían más interesante y complicada, pero más encantadora y absolutamente perfecta, para alguien que nunca quiso crecer y que simplemente a la edad de 21 años no ha querido dejar de creer en la fantasía.
Siendo hija única de un familia que podría catalogarse como bicultural, mezcla de cachacos y costeños, fui forjada dentro de valores muy arraigados y con tradiciones que poco a poco pierden sentido en la creencia popular, pero que tiene sentido en mi creencia personal. A partir de la lectura he dejado de creer en ideologías y tradiciones que han acompañado por mucho tiempo a mi familia, pero que por respeto aún acepto y acompaño aunque no comparta.
Desde niña fui influida por los hábitos de lectura y escritura de mis padres y mis tíos…. Y una personita, que ahora es una personota, que, a pesar de su poco amor por la literatura, ha hecho que mis intereses variados por la lectura sean cada día mayores, mi medio hermano. Mis padres, bachilleres graduados casi a los 40 años, siempre han sido lectores habituales, mis padre ama la política, mi madre los poemas y mi hermano la lectura informativa sobre cultura general; es así como el estar rodeada de diferentes tipos de lectores adquirí el mal gusto por la lectura, digo mal gusto no porque sea dañino – en realidad es el mejor gusto que alguien pueda tener-, digo mal gusto porque por pasar horas leyendo evitaba muchas cosas de mi mundo real que quizá debía disfrutar.
Mi fantasía empezó cerca de los 4 o 5 años, cuando aún no ingresaba a la escuela, con una tablilla donde estaba el abecedario, recuerdo que incompleto (porque una vez, ya teniendo como 14 años, la encontré y comprendí que faltaban algunas consonantes que poco a poco realmente dejaron de ser catalogadas como consonantes - la ll, la ñ, la ch-), era un juguete con el que mi mamá me ponía a comparar las cosas que veía y a aprender sonidos, así poco a poco las asociaba con cosas que tenía cerca en mi casa. Mi hermano, quién ayudaba a mi abuelita a cuidarme mientras mis papás trabajaban y estudiaban, me enseñaba palabras y cómo llamar los objetos… según cuentan mis tíos y él, era muy fácil para mí repetir palabras y aprender los nombres, quizá un poco cambiados, de las personas. El nombre que  más recuerdo y quizá el más importante era el de mi abuela: “Tata”, era como la llamábamos todos los nietos cuando niños, y cuando grande entendí que aunque no significa nada, para nosotros significaba todo lo que ella era.
Poco a poco, con la práctica en casa, junto a mi hermano, junto a mi papá o mi mamá quienes me leían cuentos en la noche al llegar de trabajar, fui tomando gusto por las historias, al igual que por las aventuras que relataba mi abuela sobre todo lo que hacía cuando era joven. De esa manera fui aprendiendo a leer. A los 5 años ya podía leer oraciones largas, quizá no entenderlas, de acuerdo a lo complicadas que fuesen las palabras, pero el libro “Nacho lee” ya no sería muy útil al llegar a la escuela.
Al ingresar a la escuela, a la edad de 6 años, tuve la fortuna de encontrarme con la maestra más hermosa de todas: “La seño Zoila”. La profesora Zoila era un mujer alta, delgada, de unos 40 años en esta época, con manos delgadas que nunca maltrataban y una mirada tan dulce que no era necesario un regaño para hacerte saber que estabas haciendo las cosas mal. Era la amiga de todos los padres de familia, era una segunda mamá dedicada a la gran responsabilidad de quererte como si estuviese en casa. Su vos era muy suave, y en mis vagos recuerdos no encuentro alguno donde la hubiese visto de mal genio o gritando a los alumnos; quizá lo hizo y no lo recuerde, quizá solo quise guardar los mejores recuerdos de ella, pero lo que estoy segura es que gracias a ella, a su dulzura y su amabilidad al enseñarme pude querer la escuela desde el principio y amé leer cada días más, siguiendo los pasos que me daban mis padres en casa.
A partir de mi incursión en la escuela, tomé nuevos hábitos para recordar palabras. Un punto a mi favor siempre fue la curiosidad, dado que desde que aprendí a hablar de manera más o menos fluida me acostumbré a preguntar por todo lo que no sabía o entendía; así, tomé el hábito de leer los carteles que encontraba al ir por la calle (cosa que aún, a mis 21 años hago), deletreaba los nombres de los almacenes, los nombre de las calles de mi natal Cartagena, los epígrafes que encontraba al acercarme a los monumentos y diferentes sitios históricos de la ciudad. En casa, intentaba leer las revistas de cocina que mi mamá mantenía para sacar uno que otro truco para sus deliciosos platos de cocina, mientras que a veces tomaba los folletos que llevaba mi papá sobre la empresa donde trabajaba y los que entregaban en las diferentes reuniones del sindicato al que pertenecía; siempre encontraba una excusa para aprender palabras o por lo menos intentarlo, adquirí pequeños hábitos que aún con el pasar de los años mantengo, como leer la composición del detergente, el jabón de baño, la descripción y el “modo de uso” de cualquier tipo de producto que llegara a mi casa. Mi hermano por ser mucho mayor que yo tenía acceso a textos que yo no entendía, y veía programas de televisión y escuchaba música que para mí era agradable, pero a la que no la encontraba sentido, aun así mi afán por preguntar estaba acompañado de su complicidad al responder y siempre encontré una respuesta para mi tan recurrentes preguntas: “¿Qué dice ahí?” “¿Eso qué es” “¿Qué letra es esa?” y mi necesidad de explicación a todo lo que mi pequeño mundo apenas estaba descubriendo.  
Lo más curioso que podía hacer era escuchar las historias de mi abuela y darme cuenta de los nombres, extraños para mí, que usaba para nombrar algunas cosas. Como cultura costeña era usual usar palabras que quizá en la escuela nunca nos enseñan al aprender a leer; por ella era divertido preguntar el significado de algunas y ver cómo son sus ocurrencias mi abuelita hacía que entendiera todo, así sea haciendo dibujos e interpretando lo que quería decir. Ahora grande, es curioso recordar como una persona que solo estudió hasta 5° grado, se esforzaba por hacerme saber tantas cosas que quizá ni ella misma sabía, recuerdo sus historias de cómo pudo estudiar a escondidas de su papá, porque “el estudio solo era para los hombres, ella solo debía aprender a cuidar la casa” y lo orgullosa que se sentía de haber aprendido a sumar y restar para poder trabajar cuando grande.
También, para fortuna mía, mucho de mis tíos son profesores, entre ellos los dos hermanos varones de mi mamá, quienes vivían en una casa un poco inusual dentro de la ciudad.
Cuenta la historia que mi abuelo compró un terreno muy grande en un barrio que apenas estaba empezando a ser construido y edificó dos casas, una al lado de la otra con un gran patio que no se separaba. En realidad la historia no tiene nada de excepcional, pero para mí como niña era muy atractivo ir a la casa de mis tíos y pasar de una lado a otro como si pasara de un país a otro. Lo más divertido era buscar cosas en una y encontrar cualquier excusa para pasar a la otra. (A veces creo que la estructura de esa casa ha permitido la unión y la fraternidad en la familia, porque, aunque sean familias distintas, es como si fuésemos una sola gran familia). Dentro de esas dos casas, podía encontrar, en cada una, una gran biblioteca con muchísimos libros. Uno de mis tíos es profesor de literatura, y en el comedor mantiene, aún, una gran biblioteca con una colección de obras literarias clásicas y actuales - esplendida para mi gusto-, al igual que muchos libros literarios de otras lenguas como francés, italiano e inglés. Por su parte, el otro hermano de mi mamá, quién era profesor de pre-escolar y primaría con énfasis en Ciencias Sociales, tenía una biblioteca llena de cuentos infantiles, muchas enciclopedias y libros de historia mundial.
Muchas veces encantada con esos libros dejaba de jugar con mis primos y corría un momento a sacar algunos libros para ponerme a leer; esa fue mi mayor distracción durante mucho tiempo en toda mi historia escolar.


Gracias a todas esas experiencias, al esfuerzo de mi maestra Zoila en la escuela por mejorar mi proceso cada día más, a la ayuda que tenía en casa con mis padres mi hermano y mi abuela, y hasta mis tíos, avancé muchísimo en la lectura en primer grado, tanto que por ello y sumado al gran avance que mostré en las demás materias las profesoras propusieron a mis padres promoverme por dos años seguidos de curso (de 1° a 2° y de 2° a 3°), ofrecimiento que mis padres rechazaron al consultarlo con mis tíos y la demás familia, puesto que temía que al adelantarme pudiese afectar mi correcto proceso en la escuela y según sus experiencias los niños a esa edad podían no adaptarse a los grupos más grandes y bajar el rendimiento académico.


Durante todo mi recorrido escolar fui afianzando el gusto por la lectura. Desde primer grado, al ingresar a la Escuela Normal de Cartagena de Indias fui formada con el norte de convertirme en una docente, quizá a lo largo de los años, como todos los niños, soñé con ser muchas cosas en la vida. Veía como mi mamá al llegar a casa contaba las grandes hazañas que le ocurrían en su trabajo como enfermera, cómo mi papá se sentaba junto a mí a ver los noticieros y me comentaba los problemas del país, los importante del trabajo y de la lucha por los derechos. Quizá cuando niña solo los escuchaba encantada sin darle sentido a lo que decía, pero poco a poco, al ir creciendo, todo aquello que me decían iba marcando en mí un pensamiento más humano, más social y formaban en mi ideales de mejorar el pequeño pedazo de mundo que ellos dejaban para mí.

Creo que todas esas historias de mi familia ayudaron mucho a mi formación como lectora. La fortuna de tener padres que trabajen en campos donde se ve la lucha social, las necesidades del pueblo y los diferentes limites que hemos creados los humanos, hacen que te vuelvas una persona más crítica, más consciente de la situación real que te rodea... y, quizá, más soñadora. Digo soñadora porque al estar rodeada de tantas realidades y ver las ventajas en las que te encuentras se despierta en ti un deseo por ayudar a mejorar desde tus acciones, y ,tal como me pasa con los libros, imagino un mundo nuevo en donde la felicidad se encuentre y donde como al final de los cuentos: "todos seamos felices para siempre".


Al ingresar al bachillerato, empecé a hacer más práctico mi gusto por la lectura. A pesar que en esta época conocí los que serían mis mejores amigos para toda la vida, siempre prefería estar en la biblioteca de mi colegio. Mis días transcurrían en estar con mis amigos en las horas de clase, compartir mucho tiempo con ellos y esperar ansiosa a que sonara el timbre del recreo para ir a la biblioteca. Me gustaba mucho leer cuentos infantiles de la editorial Torre de Papel, de alguna forma había un personaje llamado Frank que era muy curioso y me sentía, en mucho o poco, identificada con el afán de preguntar que el niño tenía. Luego fui interesándome por la poesía. Empecé a leer a Pablo Neruda: 20 Poemas de amor y una canción desesperada.  Recuerdo que mi profesor de Castellano, al que mucho odiaban por su carácter fuerte, era un hombre muy sabio y al que admiro mucho aún. Siempre nos hacía leer poemas, nos exigía mucho y nos decía que la poesía además de estar en los libros debía ser creada por nosotros. Es así como me impulsó a escribir el único soneto que he escrito y que de alguna forma me ha gustado. Un soneto en honor a mi natal Cartagena. 


Después de un tiempo, empecé a leer obras literarias por recomendación de un profesor de historia. Esa curioso ver como un abogado que solo intentaba hacernos reír en clase nos abrió las puertas a la literatura histórica, a textos que de alguna manera nunca me habían llamado la atención, pero que contenían información muy rica e importante. Y aún más curioso, encontró una estrategia para atraparnos que funcionó hasta con los peores lectores de la clase. 

Gracias a este profesor empecé a leer textos como: "Cóndores no entierran todos los días" de Gustavo Álvares Gardezabal,  "Como agua para chocolate" de Laura Esquivel, "El cristo de espaldas" de Eduardo Caballero Calderon. 

Más adelante empecé a leer clásicos de la literatura. Por mucho tiempo había escuchado la importancia en la historia de la literatura de William Shakespeare, pero nunca había sido encaminada a la lectura de sus obras.  Siguiendo mis hábitos de lectura asistía a la biblioteca media hora al día durante los recreos a disfrutar de la tragedia de Hamlet, Otelo, Macbeth y demás.


A partir de grado 9° empecé mis prácticas pedagógicas con niños de pre-escolar, esto ayudó a mejorar los procesos de lectura, ayudando a los niños con dificultades para aprender a leer.  Es increíble todo lo que se aprende de unos niños tan pequeños, lo sabios que pueden ser y la gran felicidad que pueden aportar a tu vida. Era tan hermosa la experiencia de sentarnos en el suelo, hacer un ronda y empezar a aventurarnos en un nuevo mundo cada vez que leíamos. Los niños hacía preguntas de porqué y para qué, y como guías en la lectura aprendíamos a usar la imaginación, que muchos al crecer pierden, para responder de la misma forma que ellos lo harían. 


Gracias a esto ingresé a un grupo de lectura formado por estudiantes de la escuela, en el cual habíamos promotores de lecturas y dinamitadoras de lectura. El grupo era dirigido por mi maestro de Castellano de grado 7°, quién era representante de la Red de Bibliotecas a nivel nacional y hacía parte de una ONG encargada de un proyecto de lectura en barrios de bajos recursos. Es así como viví por cerca de 4 años la experiencia maravillosa de ser formada para promover la lectura en niños y ancianos. Las promotoras eramos las encargadas de ir a los hospitales infantiles, escuelas de bajos recursos y ancianatos a leer a niños y viejitos; por su parte, las dinamitadoras de lectura eran formadas para dinamizar los procesos de lectura en los niños, a través de rondas, juegos y actividades lúdicas. 

Gracias a esa experiencia aprendí diferentes estrategias que como maestra me permitieron, me permiten y me permitirán despertar en los niños y las personas que me rodean el mismo amor que nace en mí hacía la lectura, hacía ese mundo maravilloso que construimos a través de los libros. Durante todo ese tiempo hubo momentos de tensión, de enojos, de frustración, momentos muy emotivos, en donde ver niños enfermos me devastaba. Era difícil ver lo fuerte que debían ser algunos niños tan pequeños para soportar dolores tan grande. Muchas veces, aunque quería ser fuerte para animarlos, no pude serlo. 
En otras ocasiones las alegría era inmensas. Tuve la oportunidad de conocer bibliotecas comunitarias donde los niños eran tan felices al tener la oportunidad de disfrutar de los libros. Ver a algunos ancianos sentirse jóvenes nuevamente al inventar historias o evocar recuerdos de su vida cuando aún podían sentirse libres. Cada una de las sonrisas era un "gracias" con tanto amor. Era compartir una pasión tan grande que desbordaba el habla y hacía los rostros y muchas veces los cuerpos expresarse por sí solos.

No sé si por mi afición o razones ajenas, decidí hacer mi alfabetización en la biblioteca de la escuela. Allí permanecíamos junto a dos compañeros organizando los libros, cuidándolos, remplazando la portada de los dañados por nuevas y así lograr que las nuevas generaciones pudiesen disfrutar de ellos tanto como los que en ese momento lo hacíamos nosotros. Tomé este servicio como una gran oportunidad de acceso para leer por mucho más tiempo y así afianzar mis prácticas de lectura.