Eran las 6:00pm cuando salí de mi casa rumbo a mi
encuentro con Andrés. Quedamos de vernos a las 7:00pm en el Centro Comercial
Cañaveral, exactamente en la entrada del Almacén Éxito, junto al puente que
comunica al Centro Comercial florida.
Por desgracia, a causa de un imprevisto, el viaje camino a mi encuentro con Andrés demoraría más de los esperado. Por ser día Domingo la Cra. 27 se encontraba cerrada, puesto que fue habilitada para una ciclo vía – me imagino que por la celebración del día de la madres – lo que desviaba la ruta del bus hacía la Cra. 22 dónde se presentaba un congestionamiento que me haría llegar media hora más tarde y no quince minutos antes, como lo había previsto.
Por desgracia, a causa de un imprevisto, el viaje camino a mi encuentro con Andrés demoraría más de los esperado. Por ser día Domingo la Cra. 27 se encontraba cerrada, puesto que fue habilitada para una ciclo vía – me imagino que por la celebración del día de la madres – lo que desviaba la ruta del bus hacía la Cra. 22 dónde se presentaba un congestionamiento que me haría llegar media hora más tarde y no quince minutos antes, como lo había previsto.
En el camino pensé en lo increíble que podían ser
las casualidades y lo poco creíble que sería excusarme con la ciclo vía que,
para desconocimiento mío, se realizaba todos los domingos, por tanto, yo debí adelantar
la hora de mi salida.
Al llegar al almacén Andrés se encontraba un poco
desesperado, pues siempre se ha caracterizado por ser una persona puntual y es
muy incómodo para él perder su valioso tiempo haciendo nada en aquel lugar.
Luego de excusarme decidí invitarlo a comer un helado como recompensa por su
espera. Ante mi invitación Andrés contestó con una risa de burla: “Pero los
helados son para los niños”, lo que me hizo pensar que quizá no les gustaban o
que él tenía otros planes para la noche.
Finalmente, luego de una corta charla donde lo
convencía de los rico de los helados y lo mucho que me gustaban nos dirigimos a
una pequeña heladería que se encuentra bajo las escaleras eléctricas del
segundo piso del centro comercial. Allí nos acercamos a la señora que atendía
para pedir nuestro helado. Helados de chocolate, de fresa, de vainilla, de
mango, de yogurth. Me parecía tan encantador, como siempre me parece al
acercarme a un lugar de venta de dulces y golosinas, ver un mundo de sabores y
colores, e imaginarme la posibilidad de disfrutarlos todos en algún momento.
Sí, es un poco ansioso pensarlo, pero es también ansioso pensar en aquello que
decía Andrés: “Los helados son para los niños”. No, los helados son para
aquellos que podemos disfrutar esos pequeños placeres de la vida como si
fuésemos niños.
Esa idea retumbó en mi cabeza por mucho tiempo
mientras comíamos el helado que compramos.
Desde el momento en que nos acercamos a la nevera.
Ver el rostro de la mujer que tiende como una señora dulce. Puede sonar muy
extraño, pero podría afirmar que asocié la dulzura de la vendedora con lo dulce
que podría ser un helado para quien lo compra. Es como si parte del placer de
consumirlo, de saborearlo, empieza con la compra, con la atención que
recibimos, con la ayuda al elegirlo, con un “Muchas gracias”, “que lo
disfruten”, viniendo de la persona que vende el producto y que vive rodeaba de
él.
Recibimos el helado, caminamos un poco y nos
sentamos cerca a la heladería. Andrés se reía de ver la forma en la de
disfrutaba mi helado. Decía que parecía una niña comiéndolo. Insistía en que
por esa razón los helados estaban hechos para los niños, porque, según él, los
helados estaban diseñados para deshacerse en las manos y la boca de quien lo
come y untarse todo, y que los adultos no debía comer así; pero es allí donde
yo empecé a preguntarme: ¿Por qué los adultos no podemos comer un helado y
disfrutarlo como niños?
Andrés solo decía: ¡Pues, porque no somos niños!
Yo veía a los niños pasar comiendo un helado,
mientras caminaba, vi muchos niños sentados con los pies montados en la silla y
para ellos no existía más que su helado. En ese momento el mejor y único placer
que podía sentir era saborear su helado. No existían preocupación por el cómo
se veían, no les importaba si su mamá luego los regañaba por ensuciarse. Yo
creo que todo niño al tener un helado en la mano saborea cada instante como si
saboreara un pedazo de nube de cielo. A diferencia de los adultos, ellos no
están pendientes que el helado sobre pasa lo bordes del cono, que caen gotas en
la ropa, que se desliza por sus brazos y luego estarán pegajosos como si
hubiesen estado bañados en una piscina de dulce. Es más, puedo asegurar que
serían aún más felices si se bañaran en una piscina de helado y dulce – y
después comerse el helado y el dulce, claro está -.
Al ver, y comparar, la forma en la que los adultos
comían, en los desesperantes que podían ser para los niños tantos cuidados tan
absurdos, tanta preocupación por ensuciarse. Pensaba en cómo mi sobrino, por
muy arreglado de estuviese, iba al centro comercial a correr y mi cuñada
festejaba aunque se ensuciara, pensé en lo preocupada que estaba por la hora y
lo molesta que me pareció la ciclo vía por interrumpir mis planes, en vez de
pensar en lo bien que lo han de pasar quienes sacan su tiempo para distraerse y
cuidarse al aire libre un lindo domingo como lo fue hoy.
A partir de todo eso, y, aunque no sea un idea muy
trascendental, pensé en lo poco que los adultos disfrutamos de las pequeñas
cosas - como comer un helado - y de lo
complicados que nos volvemos al ser adultos y empezar a preocuparnos por cosas
que, al fin y al cabo, son menos esenciales que los placeres y la felicidad que
podemos conseguir en cosas como una caminata, una buena película, una hermosa
canción, un lindo atardecer, un fuerte abrazo, una dulce mirada… y,
definitivamente, un delicioso helado.
Universidad
Industrial de Santander
Elemileth
Aguirre Escudero