Por: Elemileth Aguirre Escudero.
2:00 de la tarde del 11 de julio de 2013,
ya todo está listo. Salgo de casa con un gran peso en mi espalda, al igual que
mi acompañante. Llegó la hora. Después de un mes de preparación: comprar comida
necesaria, seleccionar ropa cómoda, conseguir el lugar donde dormir, y
prepararme psicológicamente para aislarme del mundo, estoy lista. Es hora de
empezar una nueva experiencia, de ponerme en contacto con la naturaleza, de
alejarme del mundo artificial. Es hora de acampar. Sí, acampar es la gran
aventura que les relataré en esta crónica. Fue casual el hecho que nos
asignaran en el taller hacer un relato sobre algo que nunca habíamos hecho. Yo
nunca había acampado, y, precisamente, tenía más de un mes preparándome para
esta travesía. Digo travesía porque dormir a la intemperie en medio del campo
oscuro rodeada de animales, tener solo los alimentos necesarios para subsistir
por unos días y pensar en estar completamente alejado de la vida común en la que
tienes todo a la mano, eso lo considero una travesía. Pero, para fortuna mía,
no todo fue tan radical como creí.
Luego de pensar en todo lo que podría
ocurrir en aquel viaje, en el posible desespero que podría producirme no tener
una cama cómoda donde descansar luego de extensas caminatas y de pensar en no
tener un lugar dónde asearme y tener privacidad para mis necesidades básicas,
intenté enfocarme en lo que sería positivo en el viaje, en las cosas que haría
de esta nueva experiencia algo grato y maravilloso. Llegamos al lugar de
encuentro cerca de las 2:30 donde nos encontraríamos con otro de mis
acompañantes en el viaje y partiríamos rumbo a nuestro destino final. Luego de
media hora acomodando todo lo que necesitábamos, revisando: repelente, listo;
comida, lista; camping, listos; cosas de aseos, listas; ¡Es hora de irnos!
Nos dirigíamos a la vereda La Flora,
aproximadamente a 1:30h de San Gil, en la vía hacia Barichara, en el camino
mientras salíamos de Bucaramanga podíamos ver mucho campo abierto, casa
campesinas en lugares aislados, y muchísimos abismos – lo que me causó bastante
vértigo y mareo, dado que las vías de Bucaramanga tienden a ser en curvas, y
tuve que dormir en gran parte del viaje- . El recorrido duró más o menos 2:30,
tomando en cuenta las veces que se detuvo el señor de la buseta a dejar
pasajeros y, a veces, a permitir que los pasajeros bajaran a comprar cosas para
llevar. Llegamos a San Gil a las 5:30h aproximadamente. Allí nos encontraríamos
con otro compañero de viaje y nos dirigiríamos a la casa en el campo cerca
donde acamparíamos. Al llegar nos
quedamos en un lugar llamado “El malecón”, cerca al ingreso al Parque El
Gallineral, desde donde podíamos ver el Río que pasa por el lado del pueblo.
Veíamos a persona subir cargando en sus hombros unas canoas inflables
grandísimas luego de haber bajado montados en ellas por el río. Aunque el
caudal del río no era muy fuerte, nuestro compañero Sergio, quién ya había ido
varias veces al pueblo y conocía la finca donde nos quedaríamos, afirmaba que
era una excelente experiencia y que debíamos planear en otra ocasión ir con un
mayor presupuesto y hacer deportes extremos. Frente a eso yo asiento con la
cabeza, pero no me encuentro muy convencida puesto que temo a las actividades riesgosas,
aunque nunca está de más poner a pruebas nuestros miedos.
20 minutos después llega nuestro compañero
Frank, y solo faltaría una persona para completar el grupo, nuestra amiga
Maleja, quién arribará a la finca al día siguiente por compromisos laborales
que le impidieron llegar el mismo día. Frank llega con una actitud muy
entusiasta, él espera que esta sea una experiencia única, igual que todos;
planea hacer juegos, compartir en la fogata, hasta trae malvaviscos para asar
en las noches y distraernos con amenas charlas juntos mientras en medio de la
oscuridad contemplamos el hermoso cielo del campo. Después del encuentro
tomamos un taxi que nos lleva hasta la finca. Eran cerca de las 7:15pm cuando
llegamos, y ahora es cuando empieza nuestra aventura.
Al llegar nos encontramos con la Sra.
Abigail, la dueña de la finca. Una señora de aproximadamente 45 años, casado
con Don Roberto, quienes habían vivido toda su vida en la finca. Se dedicaban
anteriormente al cultivo de plátano y demás productos agrícolas, pero a raíz de
una enfermedad del Señor no pudieron continuar con la cosecha, por lo cual
subsisten con el arriendo de los terrenos de la finca, que son utilizados para
la siembra de café, y la cría de ganado vacuno. Todas las mañanas al despertar
nos encontrábamos con los buenos días de esta señora amable, que nos hacía
sentir como en casa, que nos preguntaba cómo amanecíamos y con la que con
largas charlas aprendíamos de la vida en el campo, de lo difícil de la vida de
un campesino y de lo hermoso que es el campo a pesar de las adversidades. Era
hermoso despertar y encontrar un noble sonrisa, acompañada de un café caliente
que hace de la frías mañana algo más ameno y agradable. Desayunábamos frutas
que habíamos llevado, lo que la señora Abigail complementaba con desayunos
típicos del campo: comíamos arepa de maíz recién molido, huevos criollos que
las gallinas ponían al despertar, frutas recién bajadas de los árboles. Esa
exquisito disfrutar de aquellos sabores y olores del campo, un olor a humildad,
a trabajo duro, a tranquilidad y a amor, mucho amor.
Mientras estuvimos en la finca tuvimos la
oportunidad de caminar por los alrededores. Conocimos lugares que en muchas
ocasiones imaginé que existían, pero que nunca contemplé como posible para
estar en ellos. A 15 minutos de la finca encontramos el pozo “El golondrino”,
un paraíso terrenal, o, por lo menos, eso fue lo que pensé a verlo. ¡La
naturaleza es maravillosa!, Me repetía muchas veces y no me cansaba de decirlo,
en voz alta, en silencio… Son tantas las cosas que el mundo tiene para
brindarnos y hacernos felices, y los hombres no hacemos más que destruirlas.
Llegamos al pozo y me tomé el tiempo de
contemplarlo en todo su esplendor. Ver el agua cristalina, el fondo de rocas, el
agua caer por una pequeña cascada como la sangre de la naturaleza, limpia,
hermosa. Verme rodeada de naturaleza, animales, platas, sonidos del aire. Ver
el sol acercarse al centro del pozo como aquel niño tímido que poco a poco se
acerca para dar un fuerte abrazo al agua y volverla cálida. Pasar mis manos por
el agua, mirar el reflejo de mi rostro en ella, y sentir… ¡La naturaleza es
perfecta! Sí, fueron miles de veces que lo pensé. Pensé en que sería feliz
viviendo toda mi vida allí, que valdría la pena las adversidades teniendo la
oportunidad de contemplar tanta belleza natural al despertar.
Fuimos en dos o tres ocasiones mientras
estuvimos en la finca, despertábamos a las 3:00 o 4:00am por el frío que ya no
nos permitía dormir. Nos acostábamos a las 11:00pm mientras rodeábamos una
fogata recordando experiencia y calentando malvaviscos para alimentar nuestros
antojos. Hablábamos con la señora Abigail y su esposo, charlábamos entre
nosotros, algunos tomando guarapo, una bebida recién preparada por el Sr. Roberto
y que se disfrutaba con trozos de fruta
y conversaciones de todo tipo que amenizaban mañana y noches.
Además del pozo “El golondrino”, conocimos
“El pozo del burro”, un pozo más llano que s encuentra a unos metros más debajo
de “El golondrino”, con agua igualmente fría, un poco más amplio, pero de
acceso más difícil; la cueva de “La
antigua”, un lugar muy grande y oscuro, tanto que para llegar a tan solo 3 o 4 metros de la entrada se
hacía necesario tener una linterna propia y estar abrigados para el frío
impresionante con nos esperaba, - Lo confieso, no fui capaz de pasar los 3
metros por miedo a la oscuridad y a la cantidad de murciélagos que había en la
cueva-; fincas aledañas a la que nos acogió, en las que encontramos familiares y
amigos de nuestro compañero Sergio, donde nos recibieron como habitantes
comunes de la vereda y nos invitaban a conocer mucho más de los campos; caminamos
por extensas praderas, valles secos llenos de camuros – animal que hasta ese
momento era desconocido para mí -, praderas inmensas donde el único sonido que
se escuchaba era los sonido de los animales y del viento rozando los árboles
que pedían a gritos un poco de agua, sentíamos el viento pasar por nuestros
cabello, rozar nuestros rostros e impulsar nuestro cuerpo contra el afanado
intento por avanzar en el camino. Conocimos un nuevo amigo, un perro llamado
Tyson – o Taison “a lo colombiano” – que nos acompañó en nuestra travesía
esquivando los camuros en unos de los valles que visitamos. Y otro amigo en la
caminata a la cueva de “La antigua” que con mayor agilidad se arriesgaba y
pasaba en segundos los obstáculos que en muchas ocasiones temí pasar y que me
tomaba mucho tiempo enfrentar.
Luego de todas estas visitas durante los
días viernes y sábado, llega el día domingo y la hora de irnos. Nos levantamos
y vamos por última vez al pozo, regresamos a casa, preparamos nuestro último
almuerzo con sabor a leña y nos deleitamos con una sopa hecha por la Sra.
Abigail, con sabor a campo. Llegó la hora de empacar y, creo que hablo por
todos al decir que, sería esplendido poder quedarnos y disfrutar muchos días
más de la belleza del campo y su vida. Nos despedimos de los señores de la
casa, agradeciendo cada momento, cada charla y cada detalle que compartimos con
personas tan maravillosas y de las que aprendimos tanto. Prometimos volver y
creo que será un hecho, porque ¿quién no desea volver a visitar el paraíso?