jueves, 22 de agosto de 2013

Visitando el paraíso.

Por: Elemileth Aguirre Escudero.

     2:00 de la tarde del 11 de julio de 2013, ya todo está listo. Salgo de casa con un gran peso en mi espalda, al igual que mi acompañante. Llegó la hora. Después de un mes de preparación: comprar comida necesaria, seleccionar ropa cómoda, conseguir el lugar donde dormir, y prepararme psicológicamente para aislarme del mundo, estoy lista. Es hora de empezar una nueva experiencia, de ponerme en contacto con la naturaleza, de alejarme del mundo artificial. Es hora de acampar. Sí, acampar es la gran aventura que les relataré en esta crónica. Fue casual el hecho que nos asignaran en el taller hacer un relato sobre algo que nunca habíamos hecho. Yo nunca había acampado, y, precisamente, tenía más de un mes preparándome para esta travesía. Digo travesía porque dormir a la intemperie en medio del campo oscuro rodeada de animales, tener solo los alimentos necesarios para subsistir por unos días y pensar en estar completamente alejado de la vida común en la que tienes todo a la mano, eso lo considero una travesía. Pero, para fortuna mía, no todo fue tan radical como creí.
      Luego de pensar en todo lo que podría ocurrir en aquel viaje, en el posible desespero que podría producirme no tener una cama cómoda donde descansar luego de extensas caminatas y de pensar en no tener un lugar dónde asearme y tener privacidad para mis necesidades básicas, intenté enfocarme en lo que sería positivo en el viaje, en las cosas que haría de esta nueva experiencia algo grato y maravilloso. Llegamos al lugar de encuentro cerca de las 2:30 donde nos encontraríamos con otro de mis acompañantes en el viaje y partiríamos rumbo a nuestro destino final. Luego de media hora acomodando todo lo que necesitábamos, revisando: repelente, listo; comida, lista; camping, listos; cosas de aseos, listas; ¡Es hora de irnos!
     Nos dirigíamos a la vereda La Flora, aproximadamente a 1:30h de San Gil, en la vía hacia Barichara, en el camino mientras salíamos de Bucaramanga podíamos ver mucho campo abierto, casa campesinas en lugares aislados, y muchísimos abismos – lo que me causó bastante vértigo y mareo, dado que las vías de Bucaramanga tienden a ser en curvas, y tuve que dormir en gran parte del viaje- . El recorrido duró más o menos 2:30, tomando en cuenta las veces que se detuvo el señor de la buseta a dejar pasajeros y, a veces, a permitir que los pasajeros bajaran a comprar cosas para llevar. Llegamos a San Gil a las 5:30h aproximadamente. Allí nos encontraríamos con otro compañero de viaje y nos dirigiríamos a la casa en el campo cerca donde acamparíamos.      Al llegar nos quedamos en un lugar llamado “El malecón”, cerca al ingreso al Parque El Gallineral, desde donde podíamos ver el Río que pasa por el lado del pueblo. Veíamos a persona subir cargando en sus hombros unas canoas inflables grandísimas luego de haber bajado montados en ellas por el río. Aunque el caudal del río no era muy fuerte, nuestro compañero Sergio, quién ya había ido varias veces al pueblo y conocía la finca donde nos quedaríamos, afirmaba que era una excelente experiencia y que debíamos planear en otra ocasión ir con un mayor presupuesto y hacer deportes extremos. Frente a eso yo asiento con la cabeza, pero no me encuentro muy convencida puesto que temo a las actividades riesgosas, aunque nunca está de más poner a pruebas nuestros miedos.
     20 minutos después llega nuestro compañero Frank, y solo faltaría una persona para completar el grupo, nuestra amiga Maleja, quién arribará a la finca al día siguiente por compromisos laborales que le impidieron llegar el mismo día. Frank llega con una actitud muy entusiasta, él espera que esta sea una experiencia única, igual que todos; planea hacer juegos, compartir en la fogata, hasta trae malvaviscos para asar en las noches y distraernos con amenas charlas juntos mientras en medio de la oscuridad contemplamos el hermoso cielo del campo. Después del encuentro tomamos un taxi que nos lleva hasta la finca. Eran cerca de las 7:15pm cuando llegamos, y ahora es cuando empieza nuestra aventura.
     Al llegar nos encontramos con la Sra. Abigail, la dueña de la finca. Una señora de aproximadamente 45 años, casado con Don Roberto, quienes habían vivido toda su vida en la finca. Se dedicaban anteriormente al cultivo de plátano y demás productos agrícolas, pero a raíz de una enfermedad del Señor no pudieron continuar con la cosecha, por lo cual subsisten con el arriendo de los terrenos de la finca, que son utilizados para la siembra de café, y la cría de ganado vacuno. Todas las mañanas al despertar nos encontrábamos con los buenos días de esta señora amable, que nos hacía sentir como en casa, que nos preguntaba cómo amanecíamos y con la que con largas charlas aprendíamos de la vida en el campo, de lo difícil de la vida de un campesino y de lo hermoso que es el campo a pesar de las adversidades. Era hermoso despertar y encontrar un noble sonrisa, acompañada de un café caliente que hace de la frías mañana algo más ameno y agradable. Desayunábamos frutas que habíamos llevado, lo que la señora Abigail complementaba con desayunos típicos del campo: comíamos arepa de maíz recién molido, huevos criollos que las gallinas ponían al despertar, frutas recién bajadas de los árboles. Esa exquisito disfrutar de aquellos sabores y olores del campo, un olor a humildad, a trabajo duro, a tranquilidad y a amor, mucho amor.
     Mientras estuvimos en la finca tuvimos la oportunidad de caminar por los alrededores. Conocimos lugares que en muchas ocasiones imaginé que existían, pero que nunca contemplé como posible para estar en ellos. A 15 minutos de la finca encontramos el pozo “El golondrino”, un paraíso terrenal, o, por lo menos, eso fue lo que pensé a verlo. ¡La naturaleza es maravillosa!, Me repetía muchas veces y no me cansaba de decirlo, en voz alta, en silencio… Son tantas las cosas que el mundo tiene para brindarnos y hacernos felices, y los hombres no hacemos más que destruirlas.
     Llegamos al pozo y me tomé el tiempo de contemplarlo en todo su esplendor. Ver el agua cristalina, el fondo de rocas, el agua caer por una pequeña cascada como la sangre de la naturaleza, limpia, hermosa. Verme rodeada de naturaleza, animales, platas, sonidos del aire. Ver el sol acercarse al centro del pozo como aquel niño tímido que poco a poco se acerca para dar un fuerte abrazo al agua y volverla cálida. Pasar mis manos por el agua, mirar el reflejo de mi rostro en ella, y sentir… ¡La naturaleza es perfecta! Sí, fueron miles de veces que lo pensé. Pensé en que sería feliz viviendo toda mi vida allí, que valdría la pena las adversidades teniendo la oportunidad de contemplar tanta belleza natural al despertar. 
     Fuimos en dos o tres ocasiones mientras estuvimos en la finca, despertábamos a las 3:00 o 4:00am por el frío que ya no nos permitía dormir. Nos acostábamos a las 11:00pm mientras rodeábamos una fogata recordando experiencia y calentando malvaviscos para alimentar nuestros antojos. Hablábamos con la señora Abigail y su esposo, charlábamos entre nosotros, algunos tomando guarapo, una bebida recién preparada por el Sr. Roberto  y que se disfrutaba con trozos de fruta y conversaciones de todo tipo que amenizaban mañana y noches.
     Además del pozo “El golondrino”, conocimos “El pozo del burro”, un pozo más llano que s encuentra a unos metros más debajo de “El golondrino”, con agua igualmente fría, un poco más amplio, pero de acceso más difícil;  la cueva de “La antigua”, un lugar muy grande y oscuro, tanto que para llegar  a tan solo 3 o 4 metros de la entrada se hacía necesario tener una linterna propia y estar abrigados para el frío impresionante con nos esperaba, - Lo confieso, no fui capaz de pasar los 3 metros por miedo a la oscuridad y a la cantidad de murciélagos que había en la cueva-; fincas aledañas a la que nos acogió, en las que encontramos familiares y amigos de nuestro compañero Sergio, donde nos recibieron como habitantes comunes de la vereda y nos invitaban a conocer mucho más de los campos; caminamos por extensas praderas, valles secos llenos de camuros – animal que hasta ese momento era desconocido para mí -, praderas inmensas donde el único sonido que se escuchaba era los sonido de los animales y del viento rozando los árboles que pedían a gritos un poco de agua, sentíamos el viento pasar por nuestros cabello, rozar nuestros rostros e impulsar nuestro cuerpo contra el afanado intento por avanzar en el camino. Conocimos un nuevo amigo, un perro llamado Tyson – o Taison “a lo colombiano” – que nos acompañó en nuestra travesía esquivando los camuros en unos de los valles que visitamos. Y otro amigo en la caminata a la cueva de “La antigua” que con mayor agilidad se arriesgaba y pasaba en segundos los obstáculos que en muchas ocasiones temí pasar y que me tomaba mucho tiempo enfrentar.

     Luego de todas estas visitas durante los días viernes y sábado, llega el día domingo y la hora de irnos. Nos levantamos y vamos por última vez al pozo, regresamos a casa, preparamos nuestro último almuerzo con sabor a leña y nos deleitamos con una sopa hecha por la Sra. Abigail, con sabor a campo. Llegó la hora de empacar y, creo que hablo por todos al decir que, sería esplendido poder quedarnos y disfrutar muchos días más de la belleza del campo y su vida. Nos despedimos de los señores de la casa, agradeciendo cada momento, cada charla y cada detalle que compartimos con personas tan maravillosas y de las que aprendimos tanto. Prometimos volver y creo que será un hecho, porque ¿quién no desea volver a visitar el paraíso?